jueves, 15 de octubre de 2009

Reflexiones de un domingo de misa en Chiclayo.



Los rayos de sol que empezaron a salir aquel domingo eran intensos en comparación con otros días, tanto que, se podría pensar, eran un aviso para aquellos feligreses que, en su ocio, pensaban faltar a “la santa misa” y dedicarse a otras actividades de mayor provecho, en su opinión.

Entre ellos me encontraba yo,
una muchacha que en sus años pueriles fue toda dulzura y apego a Dios, y hoy se veía envuelta en una contradicción de intereses ideológicos al asistir a un lugar en el que ya no creía.


En el transcurso de llegada a la catedral Santa María se veía un sinfín de situaciones, entre ellas la que más me cautivó fue la interacción de dos niñas de unos 3 o 4 años, aparentemente. La dulzura y la sinceridad de sus miradas eran algo que pocas personas logran apreciar y conservar, y como un rayo de luz vino a mi mente una de las frases tan conocidas por mí como el mismo padre nuestro: “dejad que los niños vengan a mí, porque de ellos es el reino de los cielos.” (Mateo 19:14)


Esa frase me acompaño hasta el momento de ingresar al recinto, mientras seguía pensando en el significado que antes no lograba entender. Una vez dentro, una ola inmensa de calor se apodero de mí. Hacía mucho tiempo que no veía tanta gente congregada en la catedral, aunque no fuese mucho a misa, siempre prefería los días comunes, pues los domingos van todos aquellos “religiosos” que pretenden cumplir con la palabra de Dios.


El aturullamiento era tal que las personas poco más y escuchaban misa desde el parque principal. Ingresar no fue nada fácil, así que decidí quedarme entre la imagen del Cristo crucificado y la Virgen de Guadalupe. Llantos de niños pequeños sofocados por la temperatura y el aburrimiento se oían a lo lejos, cerca, supongo, del altar mayor. Y un ruido sordo de cuerpos levantándose se percibe, los asistentes se ponen de pie para dar inicio a la liturgia de la palabra.
Canticos de entrada acompañados por el sonido del piano se unían a las voces que los feligreses alzan en un” Señor ten piedad”. Se inicia la misa y todos en silencio.


La voz del párroco en el altoparlante va paralelo con la imagen que proyectan en los televisores de la catedral, esta vez encendidos para que todos puedan tener amplia visión de lo que sucede en el altar mayor; y es que como mencioné, el lugar no daba cabida para los muchos que quieren demostrar su fe.


A lo lejos se escuchan los cláxones de los autos que transitan por esos lares, el comercio y el barullo en el parque central. Dentro comienza el evangelio. Esta vez toca el evangelio según San Marcos, capitulo 10, versículos del 17 al 30. Al pronunciar esto los concurrentes hacen en sus rostros la señal de la cruz.

Este evangelio trata, según mi entendimiento, de “dejar todo y seguir al Señor”. Aunque en el relato Jesús le pide al hombre que abandone su familia, sus tierras y riquezas, no creo que se refiera en si a todo lo material, pues se sabe que las palabras escritas en la biblia son más bien guías para ser interpretadas que imposiciones literales, recalco, al menos así las veo yo.

Pero llevándolo a un ámbito más textual, mientras oía eso y reflexionaba, comencé a preguntarme ¿cuántas de aquellas personas que concurren regularmente o sin falta a la misa serian capaces de dejar todo, de abandonar hogar, confort y rutina por seguir las enseñanzas del maestro y entregarse al Señor?

Según conté no eran muchas, ya que veía a algunos bostezando, otros hablando por celular o conversando, tratando de entretenerse para que la misa no les sea aburrida. Una prueba más de que si bien no van por compromiso, van porque es una rutina impuesta y la creen necesaria para la salvación de sus almas.



Dos de los momentos que me parecieron más curiosos fueron el momento de dar el óbolo y el de la comunión. En el primero es jacarandoso ver como la mayoría de los asistentes se manejan con tal premura para poner unas monedas en ese saco de terciopelo rojo que pareciese que su vida dependiera de ello, bueno, quizá su alma.

La segunda porque la mitad del templo se erige en una hilera perpetua conformada por fieles de todas las edades, y la otra mitad, sentada o de pie a los alrededores del lugar, observa el ritual, pero no con atención sino dándole la importancia que se le da a un zancudo cuando pasa por el lado de uno. Y es que muchos aprovechan en contestar el mensaje que les llegó, o en reñir a sus hijos para que no se paren en las columnas del templo, en ver su agenda para asegurarse de que será lo próximo que harán o en mirar al techo intentando buscar alguna falla en la estructura para poder comentar lo mal invertidas que están sus donaciones.



Y en la fila de comunión se acercaban a aquel hombre de túnica verde esmeralda, con aletargados pasos de procesión, todas aquellas almas que necesitaban sentir el sosiego que brindaba recibir el cuerpo de Cristo en sus labios. Y a aquellos que se les ha negado esa dicha, les queda el regocijo de saber que sus almas están tranquilas.

Sin embargo no todos van por cumplir. Hay personas, por lo general mayores, que aparte de conformar algo rutinario para ellos encuentran en aquel lugar la paz interna que en ningún otro lado podrían hallar. Sus rostros apesadumbrados, decaídos por el tiempo reflejan en ellos las tantas cosas que han tenido que soportar en su vida, y que, supongo, Dios habrá sido el único que los ayudo a superar. Quizá ellos no vayan a pedir, quizá ellos vayan a agradecer, a conversar con Dios, a cantarle desde el corazón y adorarle por todas las gracias divinas que a pesar de la adversidad deposito en ellos.



Y quizá algunos bostezos no sean de hastío, sino de cansancio por haber trabajado toda la noche, o por haberse levantado temprano para atender a la familia y salir al mercado a comprar para darles de almorzar a la hora acordada.
Quizá el celular sonó por alguna emergencia en casa, que se debía atender con tal premura que dejó a esa persona completamente arrancada de su realidad y se quedo ensimismado mirando la imagen del Cristo moreno.


Es muy posible entonces que aún exista un poco de fe en las personas, que recurran a la iglesia no por deber ni por temor, sino porque se sienten bien acudiendo puntualmente a su cita con Dios, porque de esa forma saben que le otorgan un tiempito de su vida.
Pero algo que si me queda muy en claro es que no es necesario ir y flagelarse ante los ojos de los hombres si se tiene en claro que se está bien ante los ojos de Dios, pues la iglesia no la conforma una edificación de piedra a la cual reconstruimos con limosnas, sino que esa iglesia la conforma cada uno de nosotros, con el amor a Dios en nuestros corazones.


Enseguida se oye en el altoparlante: “Podies ir en paz.” Y la misa se da por concluida.